martes, 18 de septiembre de 2007

Perro (episodio II)




El nombre del perro a la cabeza es Martínez, el negro, nunca baja la cabeza, husmea todo como buscando algún trozo que quede por poner…
En su lugar.

No es altanero su caminar, tiene claridad y sentido, ladra tarde mal y nunca, pero cuando lo hace todo se soluciona en unos segundos, corre ligero, camina ligero, pocas veces se le ve solo. Conoce algo, se le ve en los ojos, tiene una certeza dentro de su bruto corazón, una certeza inigualable a cualquier otra, tiene un fuego en las pupilas que le denota esa certidumbre.

Quien sabe como se comunica con los otros pero lo cierto es que nunca lo he visto pelear con uno de ellos; lo respetan, se cuidan de saber donde camina y que va haciendo mientras avanza. También sienten esa certidumbre, saben que hay algo que va gritando cuando corre bufando por la plaza y las calles del centro, que hay un sentido de inmortalidad en el hecho de que nunca puedan atraparlo, de que nunca haya comido el veneno, ni haya sido atropellado. Hay algo sobrenatural supongo asumen esos perros, esos 12 perros que lo siguen como si fuera un cristo, o un nazareno u otro de esos nombre con que nombran en la iglesia a los elegidos.

lunes, 3 de septiembre de 2007

Mecanismo de pérdida de la vida




Lo primero fue perder la fe
luego su mujer y con ella la soberbia, el dinero, las llaves del auto, de la casa, todavía no se establecía un patrón definido, pero las manos tenían un extraño temblor y una leve palidez.

Después perdió la confianza,
en si mismo, algunos pasos, algunos dogmas, un pudor... el crepitar de las hojas le hacia doler la cabeza, hasta que la perdió; un buen día perdió los zapatos también, (así dejaron de sonar las hojas) con estos cierta certeza interna, un compromiso, la alegría, el hambre y la sed, sobretodo el deseo, que antes lo consumía y le daba razón... de ser.

Lo primero en perder fue la fe, pero es difícil precisar realmente, en esto de los límites uno tiende a no fijarse más que en hechos puntuales y no en la gama difusa de actos que rodean al límite y le da razón y coherencia, es decir, el límite sólo es el resultado de una serie pequeña de pérdidas aun más minuciosas, como sus pelos o las uñas, que ya no encontraba cuando como cada fin de semana se disponía a cortarlas, eso no le sorprendió entonces. Apenas hay tiempo para fijarse en el crecimiento de las uñas cuando tienes tantas responsabilidades y decisiones que tomar. También por ese entonces perdió la visión del ojo izquierdo y la cordura, que se iba cayendo lentamente por su bolsillo como si este estuviese roto y la arena que es su cordura se deshiciera en las calles, se las llevara el viento, fuera a parar a un parque de juegos, una playa, el ojo de una chica con polera a rayas blanco y negro, o en el mostacho de un serio señor parado en la esquina.
Así es como se van perdiendo las cosas, en la mayoría de los casos se pierde primero la fe, pero esa pérdida no se llora porque es como si nunca hubiese existido, el hombre se da cuenta semanas más tarde, cuando ya casi esta rodeado por la nada, los bolsillos son apenas bolsillos, y los dedos apenas son dedos y seria fácil confundirlos con cigarrillos o con lapices. A pesar de ya haber perdido la visión, lo último que hace el hombre es cerrar los ojos, como si con esto solucionara algo, como si no bastase con girar la manilla de la puerta para respirar de nuevo el sol, y perderlo a él, al hombre, dejarlo como un pedazo viejo de una enciclopedia que acabamos de quemar, que ya no queríamos, que ya no nos sirve, que ya no tiene fe.